En 1981, el poeta, narrador, periodista y fundador del grupo Bubinzana, Róger Rumrrill da testimonio de su fundación y relata historias sobre Iquitos de esos años. Esta nota fue publicada originalmente en la revista Proceso. En nuestra exposición La casa sin puerta. Literatura amazónica (1940-1980) puede revisar la edición facsimilar.
Por Róger Rumrrill
Si el Grupo Cultural “Bubinzana” de Iquitos sería una persona, este 1981 sería el año de su mayoría de edad, pues, según todas las evidencias, el grupo se formó “en algún mes de 1963 en un Bar de la Plaza 28 de Julio de Iquitos, establecimiento que ya no existe ahora”, según recuerda Jaime Vásquez Izquierdo, uno de los bubinzanos fundadores.
La ciudad es como una mujer
No es por azar que el grupo nació en un bar de la Plaza 28 de Julio. Es cierto que nuestras reuniones de debate y discusión durante 1962 y 1963 los realizamos, la mayoría de las veces, en mi domicilio de la calle Moore, en la proximidad de la Universidad. Pero era consenso entre nosotros, para no ir contra la corriente de la tradición bohemia y literaria, que Bubinzana debía nacer en un bar.
Y en un bar de la Plaza 28 de Julio. Todos los bubinzanos amábamos a la ciudad como a una mujer. Unos con más pasión que otros, según sus propios temperamentos. Jaime Vásquez, por ejemplo, amaba los extramuros de la ciudad, el antiguo “Barrio Obrero” conocido después como el “Barrio de la Soledad” con sus obreros y sus lavanderas tristes y distantes, con sus niños ventrudos chapaleando en las acequias, que posteriormente él ha descrito en sus relatos con el aire de abandono que tienen las gentes pobres de la ciudad.
Esta vocación por lo marginal nos llevó muchas veces, a mí y a Jaime, a frecuentar “El cacatúa verde”, un bar del puerto de Punchana, cerca al muelle, donde se ahogaban en cerveza los trabajadores portuarios del Amazonas acompañados de putas con nombres resplandecientes como “La cara de Ange”, “La Marilyn Monroe” y otras que nosotros veíamos desfilar en las borrascosas noches de “Cacatúa Verde”.
Yando, por el contrario, amaba la ciudad pero a su manera. Como los animales nocturnos de la Selva, amaba los espacios cerrados. Los rincones secretos del “Venecia”, y “El manguaré” donde se roía las uñas de las manos en silencios infinitos hasta que su soledad metafísica se interrumpía bruscamente con la afilada ironía de Javier Dávila Durand:
Yando, no termines toda tu ración de uñas. Guarda algo para el desayuno—. El pintor sonreía sin sobresaltos y luego se sumergía en otro de sus inescrutables silencios que otra vez Javier se encargaba de hacer trizas:
– Por favor, Yando, déjanos hablar algo a nosotros. Sólo tú quieres hablar.
Una penuria crónica atacaba nuestros bolsillos. Pero el silencioso Yando resolvió este problema con bastante eficacia en cierta época de intensa bohemia. Hizo arreglos con el propietario del “Venecia” y especialmente con el fraterno Jorge Perez, dueño del “Manguaré”, para pagar el consumo con esos oleos luminosos y barrocos que emergían del pozo sin fondo de sus silencios.
Pero el espacio que más amábamos de la ciudad, era la Plaza 28 de Julio.
En 1965, la Plaza 28 de Julio parecía a nuestra vida y a nuestros sueños. Al contrario de la Plaza ele Armas, pretenciosamente burguesa, la Plaza 28 de Julio era y es una Plaza popular hasta hoy. Porque mientras al borde de la Plaza de Atinas, con un trazado típicamente español, está el Municipio, la Iglesia, el Club Internacional, la Casa de Hierro, habitual guarida de juego de los ricos comes citadinos, en las orillas de la Plaza 28 de Julio estaban en 1965 los bares de mala muerte, en uno de ellos nació “Bubinzana” el cine “Bolognesi”, el chifa “El Cisne” donde reinaba Palomino, una especie de venus de hotentote en su versión masculina y el chifa “La Pagoda”, misteriosa playa donde habitualmente varábamos en las madrugadas de bohemia.
A “La Pagoda” llegaron una noche el pleno de “Bubinzana” en mi búsqueda por un asunto de mucha importancia para la literatura amazónica de esos días: la firma de un comunicado protestando creo que por la quema de libros ordenada por el Ministro de gobierno, Javier Alva Orlandini. Habían ido a mi casa y allí la única persona que les había recibido era Gaby, mi hija de tres años que se habla inventado un vocabulario que parecía un código secreto que a veces sólo su madre entendía. Huevo, por ejemplo, en el mágico lenguaje de Gaby, era “oo de cococo” Refresco se llamaba, según ese código, “Peco”:
— ¿Dónde está tu papá?—, le preguntaron los bubinzanos a Gaby.
— Ido a pegoga—, contestó en su poético lenguaje de tres años.
Los bubinzamos corrieron a buscarme en el chifa “La Pagoda”, mientras yo, ajeno a estos ajetreos de incomunicación lingüística, borroneaba cuartillas en el diario “El Eco”. Lo que pasaba es que Gaby llamaba al periódico “La Pegoga”.
“El Cisne”, donde presidía el—opulento Palomino, tenía fama de ser chifa en pugna mortal con la higiene. Las malas lenguas habían hecho correr el rumor de que toda la comida que los comensales sobraban volvía otra vez a llenar las gordas y ventrudas ollas del chifa. Hasta que a Javier Dávila mordaz en su ironía verbal y en sus actos, se le ocurrió, una venganza contra las artimañas del chifero. Nos invitó una noche a comer a todos los bubinzanos. En su bolsillo cargó media docena de cabos de vela y nos pidió que desmenuzáramos y mezcláramos con el arroz blanco. Las tazas de arroz quedaron intactas esa noche.
Al día siguiente, el Concejo aplicó una severa multa al chifa por la oleada de denuncias de los parroquianos que la noche anterior habían tragado vela con arroz.
Las noches siempre han sido cálidas y densas en esa Plaza, porque a partir de las nueve de la noche asomaban como palomas asustadas saliendo de sus nidos del Puerto de Belén, de los otros barrios pobres de la ciudad, las “Lolitas”, llamadas así por el personaje de Vladimir Nabokov, que caracterizó toda una época y un tipo de mujer casi niña, pero con aires de mujer adulta, desgarbada y desprejuiciada. Por eso, después de las diez, la Plaza 28 de Julio, con su feo y tosco monumento a la Libertad, se poblaba de soldados que parecían en pie de guerra, de obreras, estudiantes, y hasta turistas a la caza de “Lolitas”.
No sea puritano, hombre, estas matando el turismo, me dijo una noche el poeta Winston Orrillo, visitante iquiteño de esos días, cuando en “El Eco” que yo había emprendido una especie de guerra santa contra el lolitismo.
Poco tiempo después renuncié a la campaña, no por beneficio al turismo, sino porque me di cuenta que el origen de ese y otros problemas son estructurales y no se resolverán nunca con campanas periodísticas.
En 1965 la Plaza 28 de Julio era más cálida aun que en 1981. Parecía el rostro ancho, sudoroso y amable de la ciudad, La ciudad expresaba sus alegrías, sus temores, sus tensiones y su vida secreta en esa Plaza. Todavía estaban esos viejos y grandes árboles de mangos y castañas que el alcalde Willy Benzáquen Nájar hizo talar, derrumbando no sólo el lecho nupcial de los pájaros, al testigo inmutable de los jóvenes amantes, sino también la fresca sombra de los viejos caucheros que en las tardes del verano de junio se arremolinaban en las bancas de esa plaza para dar libre curso al río de sus recuerdos.
La tala de los árboles de la Plaza 28 de Julio bajo el argumento de que era necesario mejorar el ornato de la ciudad, argumento que en el futuro invocarán los belicistas para arrojar bombas nucleares en las ciudades del planeta, provocó la repulsa de todo el pueblo. En un espacio que tenía en radio “Eco” y que titulaba “Sencillamente humano.’ expresé mi protesta por ese hecho y recordé ese árbol de “leche huayco” que creció en la huerta de una de las casas donde viví en la Circular de Moronacocha. Hasta ese árbol blanco y fatigado por la vejez llegaban los monos, desafiando a los cazadores y a los niños con sus baladoras. Llegaban para disputarse esos frutos lechozos, posiblemente los frutos más ricos de la tierra. En ese árbol, tatuado con nuestros nombres, quedó colgada mi infancia con sus pantalones cortos y sus primeros amores.
Un hombre para la altura
En la plaza 28 de Julio vivía un hombre que debería ser el arquetipo del hombre amazónico: alegre, generoso, un poco desconfiado, lleno de humor, elevado a la categoría de hombre y ser humano sobre todas las contingencias y las adversidades: don Daniel Guzmán Cepeda.
Quien no pasó por esa casa con su huerta olorosa de guayabas brasileñas, con el fogón cálido y luminoso de la mirada de doña Mercedes, la esposa de don Daniel, con el abrazo cargado de humanidad de Orlando, el extraordinario hijo que la muerte segó prematuramente, cuando asomaba como una esperanza entre las nuevas generaciones de la Amazonía, por su compromiso con la causa del pueblo.
Ninguno de los bubinzanos llegamos a faltar a ese hogar y todos, en muchas ocasiones, disfrutamos de las excelencias del menú que don Daniel ofrecía a sus amigos. Alrededor de esa mesa, Manuel Túnjar Guzmán, insuperable panfletario verbal, disparaba sus virotes contra amigos y enemigos, Germán Lequerica Perea, el cálido poeta de “La Búsqueda del Alba”, asomaba mejor que nunca en su personalidad secreta y reservada; Teddy Bendayán Díaz, nos recitaba fragmentos de su único poemario “Humedad Ardiente” y soñaba con ser diputado y rector de la Universidad, el Cholo Humberto Morey hablaba sobre los colores grises y fríos de la Selva y mirando el futuro metaforizaba diciendo que “una boa sin fin es su esperanza”, Javier Dávila nos hablaba de sus amores y sus canciones y Jaime Vasquez Izquierdo, que en los bares tomaba leche y comía manzanas mientras los demás nos embriagábamos hasta ahogarnos de Amazonía, tartamudeaba al hablar por temer a dejar escapar sus fantasmas.
El viejo Daniel tenía un humor que alguna vez servirá para poner la base de una picaresca amazónica. Él es quien decía que había nacido para ser grande, un hombre destinado a las alturas, porque había nacido en Lamas, la única ciudad selvática ubicada en un cerro, a 800 metros sobre el nivel del mar. “Bahh, el Perú no tiene de superficie 1’400,000 kilómetros como dicen los geógrafos y los libros. El-Perú tiene 2 millones de kilómetros de superficie, incluyendo todas las superficies de los cerros”, decía con tono cazurro.
Fue él quien hizo la primera huelga de hambre de Iquitos, reclamando la devolución de unos originales a un escritor limeño que pretendía quedarse con sus “Trocitos de Selva”. Pero no faltaron las malas lenguas que dijeron que el viejo, antes de tenderse en su lecho de huelguista de hambre, metió debajo de su tarima una sabrosa y nutritiva sarapetera preparada en el caparazón de la tortuga. Hombre prevenido vale por dos.
Don Daniel, en vida, nunca llegó a ver en letras de imprenta sus libros, pese a que publicó en revistas y periódicos de la región artículos, relatos breves y sus populares “trocitos de Selva”. Accedí en muchas ocasiones al secretó de sus papeles, sus libretas de notas, sus originales encuadernados de “Trocitos de Selva”, “Tahuampa” y otros proyectos de libro. Son textos de un incuestionable valor testimonial que traducen la pasión y el conocimiento de un hombre por su tierra y sus gentes. Las nuevas generaciones deben recuperar este legado de un escritor que, como casi todos los de la Selva, fue un autodidacta cerril y, también como casi todos los escritores y artistas de la Amazonía, fue un hombre que salió de las ricas canteras del pueblo.
Aún en vida, le urdieron una broma propia entre escritores a don Daniel Decían de él que era autor de tres libros: “Tahuampa”, “Trocitos de Selva” y obras completas.
Dieciocho años después del nacimiento de Bubinzana y cuando don Daniel se ha ido para siempre y los bubinzanos son todavía como una flecha disparada que no ha llegado al blanco de su destino, bien vale la pena recordar a este escritor amazónico. Sus virtudes y sus limitaciones, su incierto destino de escritor, son lecciones que los escritores y artistas de hoy no deben olvidar.
Lima, 31 de julio de 1981