El nieto de escritor Francisco Izquierdo Ríos preparó un texto en homenaje a su abuelo, quien forma parte de la exposición La casa sin puerta. Literatura amazónica (1940-1980), que compartimos a continuación.
Por Francisco Izquierdo Mur
Los recuerdos que tengo del abuelo permanecen tan claros en mi memoria como las galletas de vainilla que le gustaba comprarnos a mi hermana y a mí como premio luego de organizar una carrera en el parque Quiñones, cerca de la casa de Juan Salcedo. Para mí es sobre todo el abuelo de la taza transparente y del café hirviendo, aquel señor que llegaba de traje y corbata con el maletín de cuero en la mano, el mismo a quien le gustaba que sus nietos se le subieran en la espalda mientras nos indicaba: “más arriba” o “más abajo”, como dirigiendo una sesión de infantiles masajistas.
El abuelo era en cierto grado solemne para algunos, pero para nosotros era el juguetón cuya llegada esperábamos y que vivía persiguiéndonos cuando intuía demasiadas correrías en la casa o nos excedíamos en los juegos con los primos, el abuelo al que no le gustaba que viéramos programas que –según él–, distorsionaban nuestra educación, en aquel monumental televisor blanco y negro de dos cuerpos, con una antena conejo de base verde, con perillas y con pequeñas puertas donde también se guardaban textos, discos y cosas incomprensibles para nosotros en esos días.
La casa del abuelo era un universo de cosas siempre nuevas y que, sin embargo, siempre estuvieron allí. En cada rincón, en cada lugar había objetos que guardaban alguna historia, algún significado del cual llegabas a saber después de preguntárselo al abuelo, ya que te respondía de tal forma que jamás llegarías a olvidarlo, Izquierdo Ríos era definitivamente atípico en su manera de comunicarse con los niños: era serio y, de pronto, no era más el señor de traje y corbata; era estricto y, de pronto, conocía totalmente cómo los niños entendíamos las cosas y hasta cómo las sentíamos.
Los murales al inicio y en el descanso de la escalera, la vasijas pequeñas de bronce en la mesa de cuero negro repujado, la puerta vaivén por donde el abuelo solía entrar a tomar el café en la cocina mientras miraba el jardín, el chillido de sus zapatos en el piso recién encerado y las reuniones con sus amigos, a las cuales uno se asomaba a espiar por las rejas de las barandas de aquella escalera, centro de juegos interminables para nosotros.
Mi abuelo solía sentarse en el balcón con un gran helecho al lado mientras la abuela, en una máquina antigua de coser, pedaleaba al mismo tiempo en que ambos se contaban historias donde surgían nombres como Mario Florián, Ciro Alegría, Dora Varona y demás, que con el tiempo iría uno aprendiendo la gran importancia que tenían.
Pero el recuerdo más importante que tengo es el del escritorio del abuelo. No se veían las paredes ya que estaban cubiertas hasta el techo de estantes llenos de libros. Era un espacio lleno de literatura. El escritorio enorme tenía al frente un sillón rojo forrado por completo con un plástico transparente, atiborrado también de textos, apuntes y escritos. Muchas veces le hicimos al sillón una que otra rotura durante nuestros juegos, que tratábamos después de cubrir con revistas Amauta, Oiga o algún otro texto que ocultase el producto de aquellas travesuras.
Las cortinas de la ventana casi nunca se abrían, o nunca las vi así, además estaban bloqueadas por unos estantes llenos de libros también, donde había un cabeza gigante de bronce de Izquierdo Ríos, revistas Life, textos y más textos y era el lugar en donde estaban los cuentos infantiles con ilustraciones, de las que recuerdo con especial cariño La Florecita de Siete Colores.
Pegada al techo, la piel enorme de algún reptil adornaba el cielo raso al lado de una lámpara que (seguramente por la edad que uno tenía en ese entonces) asemejaba uno de esos antiguos cojines de champú. Arcos de chonta con sus flechas, todos adornados con hilos decorando de forma multicolor aquellos artefactos que nos moríamos por tomar; pero que eran entonces inalcanzables para nosotros.
Había encima del escritorio una cabeza de madera, una cabeza plana, la cual -luego de presionar un botón en el cuello-, sorpresivamente arrojaba un cigarrillo. Colgaban de los estantes cientos de cosas y adornos, vasijas miniatura, cintas y medallas, cuadritos, dibujos, fotos de escritores y artistas, cosas que por mi estatura me eran imposibles de alcanzar en esas interminables excursiones al escritorio que uno llevaba a cabo cuando el abuelo se encontraba ausente.
Una vez fallecido el abuelo (y uno con más edad) entraba al escritorio aún intacto, ya no a leer cuentos infantiles, sino otras cosas a las que el interés llamaba. Por su interminable colección de revistas, por ejemplo, pude enterarme casi día a día de cosas como la guerra de Vietnam. Gracias a revistas como Hechos Mundiales o Sucesos descubría temas en toda su plenitud que –haciendo memoria en esos momentos–, antes no atendía más que por los gráficos.
En general los recuerdos de infancia uno luego los fusiona con lo que entiende más adelante, y luego entendí al abuelo en su importancia, al abuelo escritor principalmente, al abuelo intelectual, al abuelo profesor, al Izquierdo Ríos de tertulias y contrapuntos artísticos, al abuelo de la taza transparente de café hirviendo, de ojos achinados, de cabello brillante y hacia atrás, de lentes de gruesos marcos, al abuelo que jugaba con los niños.