¿Cómo influyeron las vivencias escolares en los escritores peruanos? ¿Fueron decisivas en su vocación? Te invitamos a leer el libro que se editó en el marco de la exposición Maestros escritores. Experiencias inspiradoras de la literatura en la escuela.
Por Jean Paul Espinoza
¿Cómo recuerdan los narradores y poetas peruanos su experiencia escolar? Con esta pregunta en mente, Julio Dagnino empezó a publicar en la revista que dirigía —Autoeducación— una serie de testimonios de escritores nacionales cuyo eje en común era el rescate y reflexión en torno a la etapa del colegio. La idea se mantuvo vigente cerca de 13 años, entre 1982 y 1995, y tuvo el privilegio de contar con autores destacados (aunque no siempre canónicos) de nuestra tradición literaria. Cuando la revista cesó en el 2003, Dagnino manifestó a varios colegas su entusiasmo y deseo de reeditar todas las declaraciones de aquellos años en un volumen compilatorio. A esta iniciativa se sumó José Watanabe, quien propuso el nombre definitivo: Los escritores en la escuela.
Muchos años después, en noviembre de 2018, la Casa de la Literatura Peruana y el Instituto de Pedagogía Popular (centro donde se conservan los números de Autoeducación), concretan al fin ese proyecto. Ambas instituciones no solo realizan una selección acertada de los materiales dispersos en archivos, sino también ofrecen un conjunto de fotografías tomadas por Herman Schwarz. No se crea, sin embargo, que las imágenes cumplen un rol ornamental en la presentación del libro. Habida cuenta que constituyen un registro visual sobre la educación el Perú de los años 80, todos los retratos entablan un diálogo enriquecedor con los testimonios expuestos páginas más adelante. Así, el resultado es una publicación que articula memoria, palabra e imagen para repensar las marcas sensibles que deja la escuela en los niños.
Ahora bien, para proporcionar una mejor coherencia temática a la edición, se plantean tres secciones que agrupan el total de 14 textos antologados. El primero, “Comunidad”, enfatiza los lazos que se urden entre el colegio y el entorno social/familiar. Aquí leeremos historias como la de Cesáreo Martínez, la cual sobresale por su lirismo nostálgico. De alguna manera, el recuerdo de su formación escolar se relaciona directamente con las largas caminatas por los paisajes arequipeños y las conversaciones con los compañeros y familiares. El viaje a cada lugar, en ese sentido, es visto como una oportunidad para acercarse a los otros en busca de nuevas experiencias. José Watanabe también esboza un recuerdo parecido, pues las anécdotas de esa etapa lo remiten a un pasado tranquilo y lejano. Se diferencia, sin embargo, por centrar su mirada en los rituales más íntimos y cerrados, tales como la preparación del desayuno en grupo dentro del colegio. Cada fragmento de esas remembranzas lo conducen a crear una imagen del colegio como un espacio perdido, pero que dejó una impronta afectiva en su mente: “La infancia, vista desde aquí, parado aquí, parece un solo día, idealizado y entrañable que se repite como un modelo” (p. 51).
Por supuesto, no todas las evocaciones que aquí se leen parten de una nostalgia casi sublime. De hecho, un número significativo de testimonios señalan la opresión que los niños experimentaban en la vida escolar. De modo particular, se denuncian los castigos físicos que algunos profesores ejecutaban para amedrentar las conductas que se consideraban negativas. Tal vez el ejemplo más estremecedor se halla en las declaraciones de Gustavo Valcárcel. Cuenta el autor de La prisión que el internado al que acudió desde muy pequeño se caracterizaba por el ensañamiento agresivo contra toda forma de desobediencia. Además, las normas de convivencia procuraban modelar a un alumno apocado y timorato: “En 72 horas nadie podía hablar en voz alta, estaba prohibido silbar o cantar canciones ‘profanas’. Plegarias interminables derrubiaban la inocente alegría de vivir, oteaba las riberas de mi niñez encadenada a ultramundos tenebrosos, vesánicos, en insomnio perpetuo” (p. 58). Valcárcel presenta otra visión del espacio escolar. En su texto, observamos que la disciplina religiosa se configura como una práctica represiva y autoritaria antes que un medio para comprender la fe cristiana.
La segunda sección, “Rebeldía”, explora con más detenimiento estos aspectos. Basta recordar lo que nos confiesa Augusto Higa Oshiro a propósito del director de su colegio: “A la salida, se daba el lujo de despedirnos a patadas: siempre brioso, F.T.D [sobrenombre del director] tenía su colección de chicotes, palmetas, soguillas, garrotes, y declaraba con buen humor que podía ser profesor de Anatomía porque conocía todos los secretos del cuerpo humano” (p. 105). Lo interesante es que mientras Higa observaba estos abusos, en lugar de intimidarse adquiría una mayor conciencia crítica. Como si las injusticias fueran un detonante, comenzó a inquietarse más por la coyuntura política y social. Eso lo llevó a manifestar abiertamente su rechazo al sistema escolar en el que estaba inmerso. No cabe duda que esa actitud fue un componente esencial en su formación como escritor. “La toma del colegio”, un cuento publicado en 1977, bien puede representar todo ese malestar que llevaba dentro durante muchos años.
Pese a lo señalado, conviene precisar que no todos los autores atravesaron una etapa escolar plenamente represiva o plenamente agradable. Desde luego, existen aquellos que recibieron enseñanzas distintas, a veces antagónicas. Tal es el caso de Cronwell Jara. En sus incipientes años de primaria, conoció a una profesora —Chipoca— que ejerció métodos “correctivos” que lindaban con la coacción explícita. La consecuencia que se generó de inmediato fue el retroceso en la educación de los estudiantes, a tal punto que algunos —entre ellos Cronwell Jara— fueron incapaces de leer con fluidez por el temor constante. Sin embargo, después de algún tiempo, pudo cambiarse de institución y llevar clases con Rosa Fernández, la docente que más recuerda con cariño, pues le devolvió la fe en el colegio y en la lectura a través de su estímulo constante de las habilidades de cada niño. Después de rememorar el entusiasmo que ella transmitía a sus alumnos, el creador de Montacerdos concluye así: “Quién sabe si debido a ella, amándola, ahora amo la literatura” (p. 66). Creo entonces que su testimonio es valioso porque expresa la manera en que los afectos en el colegio pueden determinar la vida posterior de un niño. Como suele decirse hoy en día en algunos circuitos pedagógicos: educar es emocionar.
Cabe indicar —para finalizar— que la tercera sección, “Voces de maestros”, está compuesta por dos figuras que, además de haber sido estudiantes, también fueron profesores: Esther Castañeda y Jorge Eslava. En ambos es posible percibir dos formas radicalmente distintas de la elección de sus carreras. Mientras que la primera decidió ser docente porque descubrió la magia de la literatura gracias a la buena instrucción que recibió, el segundo asumió la tarea de educar precisamente porque no estuvo satisfecho con la enseñanza doctrinaria y subyugante que vivió en su pubertad y adolescencia.
En ese sentido, creo que el mayor mérito de este libro radica en su mirada panorámica —a través del testimonio— de la enseñanza en el Perú del siglo pasado. En aras de la imparcialidad, no idealiza ni condena las prácticas pedagógicas antes vigentes. Todo lo contrario: traza una imagen compleja que no teme exponer las contradicciones del sistema educativo. Esa propuesta, materializada en los grandes contrastes que hemos observado, es un gran paso para iniciar una introspección y seguir mejorando los nuevos enfoques.
Los escritores en la escuela forma parte de nuestra Colección de Publicaciones de la Casa de la Literatura y se encuentra disponible en línea en este enlace y de manera física en la Biblioteca Mario Vargas Llosa. Pueden consultar el libro gratuitamente de martes a domingo, de 10:00 a. m. a 7:00 p. m.