La Biblioteca Mario Vargas Llosa de la Casa de la Literatura Peruana (Jr. Áncash 207, Centro Histórico de Lima) destaca como publicación de la semana a Poemas y antipoemas del escritor chileno Nicanor Parra.
Por Manuel Barrós Alcántara, Biblioteca Mario Vargas Llosa
Nicanor Parra (San Fabián de Alico, 1914) es uno de los grandes poetas chilenos del S. XX. Reconocido nacional como internacionalmente, ha recibido los más diversos premios de la lengua española, incluyendo el Premio Cervantes en el 2011. Ha sido traducido a muchos idiomas y cuenta con una innumerable cantidad de ediciones. Apreciado como poeta por unos, reducido a la figura de simple cómico exagerado, por otros, Parra cuenta con aficionados y detractores de todo tipo. A lo largo de los años ha sido tan querido como incómodo, aplaudido y pifiado. Sea cual fuera su preferencia, si Ud. se filia o no a lo más subyacente de sus escritos, lo cierto es que Nicanor es una figura viva y un creador incansable de la poesía chilena. De una familia de importantes artistas, el hermano de la Violeta, el profesor de matemáticas, el antipoeta, escribidor de cuecas de ciento dos años es algo huraño, esquivo, huidizo a las cámaras. A él ―como a su poesía― hay que saberlo tratar.
Poemas y antipoemas (1954) fue el libro con el que despegó su carrera literaria. Este fue el primer gran hito y puerta de entrada a lo que sería su propia bandera identitaria: la antipoesía. Dividido en tres partes, el libro nos muestra los tránsitos estéticos que Parra experimentaba en su propia escritura. Con un relato biográfico de los diecisiete años que lo distancian de su primer libro publicado, su paso por Oxford, su descubrimiento de Shakespeare, Parra empieza a encontrar su voz parlante con la que interpelará al remilgado tono imperante de la poesía hispanoparlante. El propio autor ha calificado las tres secciones de su libro como “neorromántica y postmodernista”, “expresionistas” y de “antipoemas”, respectivamente. Algunos nuevos, otros ya publicados en revista, la obra contiene ciertos desniveles, pasajes algo efectistas, si se la mira de modo orgánico. Pero más allá de ese detalle, lo importante reside en su entonces novedosa propuesta, su visión de “antipoeta”.
La antipoesía fue la propuesta naciente y constante con la que Parra se posicionó como lector y poeta en formación hacia 1954. Con ella se enfrentó a los estilos imperantes en Chile, representados por Huidobro, Neruda, de Rokha. Más aún, decir antipoesía era decir anti-Neruda, anti-Vallejo, anti-Mistral, pero no en aras de una pataleta estética por negarlos como grandes autores, sino como una manera muy personal y sugerente de incorporarlos en sus escritos. Los reconocía como grandes poetas, los estudiaba y leía como tales, pero no se quedaba en la contemplación estupefacta de todo neófito o aprendiz de escritor. Parra decidió explorar su capacidad y aventurarse a crear una propuesta cada vez más propia, irremediablemente identificable con él. De ahí que el término “antipoesía” no deba entender como una consigna autoimpuesta por el propio autor, sino un paulatino descubrimiento por el cual transitó y cuyo devenir principal encontró en 1954 su realización primera.
La antipoesía es un contradiscurso lírico. Rupturista, de tono mordaz, hipertextual en su marcada apetencia colectiva. La suma de todos sus recursos la vuelven una propuesta combatiente desde el lenguaje. Tiene al horizonte del habla cotidiana como uno de sus ingredientes principales. En todos los poemas encontramos un Parra individuo que se reafirma constantemente en su vocación colectiva, en la voz aglutinante de la oralidad, llevando a un poema todas las que le sean posibles. A partir de este recurso, Nicanor despliega el hecho poético a partir de su valor más unitivo: rescatar y resignificar el habla del pueblo chileno. Frases populares, refranes, regionalismos, juegos ―y, en especial, dicciones― infantiles, palabrotas, canciones son algunos de los aspectos verbales que dan a su poesía una claridad expositiva cuyo centro reside en los aspectos más dialogantes de lo coloquial. Así, el autor le recuerda al lector que la poesía también reside en la cotidianeidad. Parra dispone al lector frente a su propia oralidad, mostrándole otras posibilidades de uso, registro y aprendizaje. Más que la democratización de una forma hablada de cultura, en el libro transcurre una nueva manera de dialogar con los grados de alcance del habla popular y capacidad de interpelación el canon literario de su tiempo. Parra utiliza la oralidad como disyunción de lo poético.
El segundo recurso es el humor. Y qué mejor manera de cuestionar una concepción de lo canónico que confrontarla desde uno de sus cimientos. Lo identifica y lo reconoce como tal; luego lo dosifica, orientándolo en sus asertos más primarios hacia la parodia, la ocurrencia, el decidido exabrupto. Los juegos y giros verbales de esta propuesta encuentran en ellos su devenir primero. Sea lacónico en su fraseo entrecortado o distendido en largos versos, el oscilante yo poético del libro yace complacido, contando y entrecruzando lo jactancioso y lo grotesco. Sin la sutileza de la ironía ni la consideración del remordimiento, Parra accidenta, línea a línea, al lector en sus propios vocablos. Así, Parra encuentra en la risa, el cariz de lo certero. Parra ridiculiza casi todo lo que narra para no caer él mismo en la ridiculez sentimental de la grandilocuencia, en las exaltadas formas con las que los poetas escriben sobre ciertos hechos con manierismos exagerados.
Esas mismas estrategias que se aprecian a nivel global, en el sentido conjunto de la obra, también se encuentran en sus más mínimos detalles. Detengámonos, por ejemplo, en los usos y estrategias de la consciente disparidad entre forma y contenido. La silva, forma literaria de uso para temas sofisticados y grandilocuentes, es empleada por Parra a modo de burla. Con ella se ridiculiza a sí mismo como enunciante e interlocutor de su propia condición. Lo mismo podríamos señalar en alguna canción octosilábica o en sus pasos por el endecasílabo y ciertas presencias, que en él se abrevan, de la moderna poesía inglesa. Otro ejemplo. En el poema “Epitafio”, el autor no se muestra apocado por la finitud de la vida. Todo lo contrario: hace una enumeración, un sugerente inventario de los determinantes que marcaron sus oficios y espacios de vida. La propia existencia reducida a la enumeración de todos sus desdichas y desencuentros. Frente a la muerte, nada de llanto.
La publicación de Poemas y antipoemas le trajo un creciente éxito a su autor. Desde la segunda mitad de la década de 1950, Parra encontró un recibimiento latente a nivel internacional. Ya hace años la crítica ha señalado que su principal influencia en la poesía latinoamericana no ha sido una innovación estilística, sino “una actitud frente al lenguaje”. Por eso, Poemas y antipoemas es un documento de uno de los hitos y/o tránsitos textuales que ha experimentado la poesía chilena y latinoamericana. Palpitando entre Oxford y Santiago, entre Puerto Montt y Chiloé, el libro fue creado en el silencio poético de diecisiete años. Y desde entonces han pasado poco más de sesenta y dos. Desde el balneario de Las Cruces, a ciento dos años de vida ―mas no de distancia―, la voz de Nicanor resuena. Este es “el hombre imaginario”, muy real en su propio paisaje, en su dolor y placer centenario.
Epitafio
De estatura mediana,
Con una voz ni delgada ni gruesa,
Hijo mayor de profesor primario
Y de una modista de trastienda;
Flaco de nacimiento
Aunque devoto de la buena mesa;
De mejillas escuálidas
Y de más bien abundantes orejas;
Con un rostro cuadrado
En que los ojos se abren apenas
Y una nariz de boxeador mulato
Baja a la boca de ídolo azteca
—Todo esto bañado
Por una luz entre irónica y pérfida—
Ni muy listo ni tonto de remate
Fui lo que fui: una mezcla
De vinagre y aceite de comer
¡Un embutido de ángel y bestia!