Este mes se cumplió un aniversario más de la muerte de Mary Shelley (1797-1851), creadora de Frankenstein o el moderno Prometeo e importante figura del Romanticismo. Esta semana, la Biblioteca Mario Vargas Llosa de la Casa de la Literatura Peruana reseña El año del verano que nunca llegó (2015) del escritor colombiano William Ospina (Tolima, 1954), libro que reafirma la importancia de la novela de Shelley, de sus contemporáneos y del Romanticismo europeo como movimiento cultural.
Por Manuel Barrós, Biblioteca Mario Vargas Llosa
El año del verano que nunca llegó es el relato de una investigación literaria sobre los hechos ocurridos en el verano de 1816, en Villa Diodati (Ginebra). William Ospina narra el proceso de descubrimiento de los hechos y el progresivo desarrollo de su investigación, intrigado por una historia que, habiendo sido contada tantas veces, aparecía ante él tan llena de enigmas. El 15 de junio de 1816 la erupción del volcán Tambora sumió en una profunda oscuridad a casi toda Europa, causando una serie de desastres en muchas partes del continente y regiones aledañas. Durante tres noches —“la noche más larga del siglo”—, un grupo de jóvenes que se habían reunido en Villa Diodati esperando pasar el verano sin contratiempos, aprovecharon la funesta circunstancia para retarse a escribir el relato más terrorífico. Entre esos jóvenes estaban las figuras más representativas del Romanticismo europeo: tanto los ya consagrado —Lord Byron y Percy B. Shelley, los poetas más importantes de Inglaterra—, como aquellos que a partir de esa reunión repercutirían en las letras mundiales: el médico de Byron, John Polidori y Mary Shelley, esposa de Percy. Y, es que, a orillas de lago Leman, en esa casa, nacieron dos de los monstruos más célebres de nuestra época: Frankenstein, creado por Mary Shelley, y el vampiro, de Polidori.
En una serie de hechos, a primera vista inconexos, el buen azar hizo coincidir a estos jóvenes en Villa Diodati. A partir de acontecimientos de su propia vida, William Ospina concatena los orígenes de los personajes literarios —Frankenstein y el vampiro— con el descubrimiento de su papel en relación a ellos y al Romanticismo. Así, inopinadamente, tiempo, vida y obra se entrelazan. El autor aparece como expositor de su propia historia. Nos ofrece un relato en, al menos, tres capas presentes: la que está investigando (los hechos del verano de 1816 en Villa Diodati desde su antecedentes, desarrollo y consecuencias), las experiencias de su vida que cuenta en relación a la escritura del libro (su propio descubrimiento de lo que investiga) y las del lector, quien se encuentra entre ambas: la erudición de Ospina y el devenir en la modernidad de las fantasías y el miedo de lo fantásticos seres que surgieron aquellas tres noches). En este camino, Ospina no busca ser aleccionador con el lector. Nos muestra lo que aprendió, cómo descubrió el tema y trama principal de su libro. Por eso, muchas veces pareciera que la fascinación —por cómo el horror trastoca distintos pasajes de la humanidad— fuera más que el centro de su investigación: se impone como una sensibilidad a ser saciada. Lo que en el fondo intriga a Ospina es: ¿por qué el terror ha sido tan fecundo? ¿Por qué atrae y desnivela las más distintas sensibilidades? ¿Cómo surge el hallazgo de su fascinación, el clamor de su tormento?
Para responderse a sí mismo, Ospina desarrolla un relato lineal, aunque oscilante. Con distintos fragmentos que se abren paso en cada parte del libro, los hechos del verano de 1816 encuentran su explicación en una elaborada genealogía que se despliega en toda su densidad cultural. Estamos frente a una obra bastante miscelánea, acaso también un Frankestein. Hecho a pedazos, el libro tiene mucho de novela, pero es a la vez diario de viajes, crónica, ensayo, poesía y traducción literaria. Con un delicado equilibro, sus partes se avienen desde todas las direcciones, de todas las procedencias intelectuales posibles, sobrevolando la historia cultural y, más aún, la historia de la sensibilidad en occidente. Por sus páginas desfilan filósofos, científicos, poetas, pintores, músicos, creadores en general que flanquean las aristas de lo ocurrido en Villa Diodati. El despliegue de la erudición del autor no es una mera exhibición intelectual ni una presunción literaria, sino un recurso, una astucia frente a la misteriosa circunstancia hechizada por los meandros de la historia. La escritura sinuosa y episódica del libro facilitó una utilización provechosa de su erudición. Pero, sobre todo, esta elección técnica permitió abrir un mosaico de historias, una retazada galería voces que constituyen el camino para no quedar irresuelto ante la gran complejidad del tema elegido. El autor se armó de restos —poemas, novelas, piezas de teatro— engendros verbales que, sumados a los suyos, zurcieron su curiosidad en capítulos que se entrelazan como partes orgánicas. En ellos William Ospina subyace bajo sus páginas, deseando que los restos lleguen a tener vida.
Así, El año del verano que nunca llegó surge del descubrimiento de un entusiasmo, pero sobre todo de su consecuente búsqueda y allegado mérito de poder contarlo. De ello deviene la cartografía de sus hallazgos: los encuentros y los tropiezos, el anecdotario y las dificultades, entablando diálogos, tendiendo puentes temporales con vivos y muertos. Por eso, no ha de extrañarnos que entre capítulo y capítulo el narrador oscile entre ciudades como Buenos Aires, Ginebra, Indonesia y Bogotá. Las ciudades se entrecruzan, los tiempos se funden emergiendo en constantes indicios para el pensamiento. Aunque por momentos pareciera que Ospina se la pasa ladeando las galerías paralelas de la historia que lo intriga, esta es la apuesta del libro, el riesgo de su estilo. Constantemente, el autor agrega todas las historias que considera necesarias para clarificar el hecho principal. Se detiene a sopesar todas las latitudes que revelan pasajes y habitaciones secretas de la casa donde surgieron los monstruos. Nos referimos a esos recovecos propios de los obsesivos y exageradamente interesados en un tema, respondiéndose todas las preguntas en grado de necesidad. Como lectores sentimos que la historia se va desgajando en manos de Ospina. De ahí que vercómo sigue el paso a sus propias necesidades intelectuales y a su curiosidad lo llevaron a concebir a Villa Diodati como punto de partida y de llegada, casi, casi como la Ítaca de Kavafis: a quien habiendo partido, las demoras del viaje no hacen más que enriquecerle la vida. O como el ensueño de Odiseo en la búsqueda del hogar anhelado, al que solo se llega habiendo atravesado el mundo.
El hallazgo fundamental del libro es que lo que ocurrió en Villa Diodati en 1816 es, antes que nada, un haz de circunstancias. Desde un inicio Ospina la intuye y la presenta como tal. De ahí que a lo largo de todo el relato encontremos al autor tratando de ponderar su magnitud. Políticas, culturales, históricas, estéticas, geográficas, climatológicas, científicas, biográficas y estéticas, el hallazgo de sus circunstancias nos dejan ver a un narrador acaudalado que se deleita como tal ante el descubrimiento de una historia y el de su propio papel en ella. No sería exagerado decir que se trata de una obra que está tan llena de mundo, donde pareciera que cada rincón de la Tierra conjura y se conjuga en sus distintos pasajes para encontrarse en Villa Diodati. La fisiología histórica desentrañada por el libro muestra el enigma de cada uno de sus personajes: los reales, los imaginarios y especialmente los que en el proceso de investigación muestran pertenecer a ambos mundos. Ya entre ellos, Ospina es el personaje más íntimo de su propia historia, la que cuenta o la que descubre para sí.
Y Villa Diodati, la casa de los hechos, es el más enigmático y revelador de todos. Si ya bastante intrigante puede ser enterarse de que dos de los monstruos más célebres de nuestra era nacieron en la misma casa, la misma noche, bajo una irrepetible confluencia de circunstancias, la sensación aumenta al tomar consciencia de que, dos siglos antes que ellos, el Lucifer de John Milton también fue ideado bajo el mismo techo. Algún enigma furibundo y celestial ha de tener aquel lugar para que también haya dado génesis a El paraíso perdido. En todos estos casos hablamos de personajesliterarios con dimensiones míticas tanto para la literatura como para la historia cultural de occidente. Nos referimos a esos seres imaginarios que, habiendo sido pensados y escritos para ser partícipes de un libro, terminan escapando de sus recintos librescos —liberándose de ellos— y encuentran un recinto mayor en la imaginación colectiva. Ellos adquieren una presencia propia en el mundo cuando la realidad se trasunta de ficción. Por eso el Quijote, Frankenstein o el vampiro experimentan —con distintos significados e importancias— una ineluctable actualidad.
Por otra parte, así como Ospina utiliza con precisión las citas a lo largo del libro, también llama la atención una posible ausencia. Y nos detenemos en ella no por ser erudita, sino por su agravante pertinencia. No lo señalamos en tono de ausencia, sino a modo de similitud y de reveladora proximidad con uno de los temas más importantes que están presentes en todo el libro. Como lector, llama la atención que Ospina no citara al Rilke de Las elegías de Duino. Quizá no lo consideraba necesario, aunque sí parece haber afinidad. Lo menciona una vez, pero prefiere seguir dialogando con otros autores alemanes, no solo del periodo romántico: por ejemplo, Kafka, Goethe, Hölderin, Nietzsche. En el primer poema de Las elegías, Rilke —traducido por Juan Rulfo— dice: “porque la belleza no es / sino el nacimiento de lo terrible; un algo / que nosotros podemos admirar y soportar / tan sólo en la medida en que se aviene, / desdeñoso, a existir sin destruirnos”. A lo largo de toda la obra, en los pliegues de las más distintas confluencias, se advierte esa contemplación, pues Ospina bien sabe que el horror y la belleza no son contrarios, sino complementarios. Coexisten; se provocan, se acompañan. Aunque el autor no lo dice, se siente próximo a Rilke, en su fascinación, en concebir a la belleza como una forma del espanto.
Más ahondado en la reflexión, en otros pasajes opta por ensayar para sí el Shakespeare de los románticos. ¿Cuál es el lugar del horror, del espanto? Hoy en día, difícilmente Frankenstein o el vampiro causarían horror o algún temor solapado. Dado que Frankenstein y el vampiro fueron personajes románticos: productos de la fantasía frente al horror, al miedo, una suerte de salida frente al espanto. En la época del sueño de las grandes invenciones y pasiones, la generación de jóvenes en Villa Diodati desbrozaron la mirada ante Shakespeare, porque este prefiguró el horror de los románticos. Ospina nos recuerda que ellos rescataron sus guiños a la belleza desde el espanto, desde lo terrible. Hablamos del horror y del humor tantas veces insólito en Shakespeare. Recordemos, por ejemplo, al sepulturero que cantaba mientras cavaba una tumba, a Hamlet riendo con aquel mientras lo veía trabajar o a Julieta descansando sobre una tumba gótica para despertar anhelante de su adyacente Romeo. Lo que rescata Ospina de Shakespeare es que el horror también nos sobrecoge. Y, es que, en la belleza subyacen las analectas del horror.
Por todo lo dicho, El año del verano que nunca llegó es una lección de literatura. ¿Qué mérito tiene contar una historia tantas veces contada? ¿Qué se puede esperar de un libro que repasa lo ya presentado anteriormente por diversos autores, a través de distintos lenguajes? Como el mismo autor lo señala, estamos ante su versión de lo que ocurrió. Y ante su entusiasmo, escribirlo era la manera más honesta y personal de maravillarse con los hechos. Otorgarle una sensación y una circunstancia a una historia es lo que remienda a la literatura con el mayor grado de alcance del pensamiento. Ospina se funde y funde todo en la escritura. Y en ese proceso, nos recuerda que, en la literatura toda historia es un designio: de los tiempos, de las vidas que en ella se abrevan, de sus espacios de encuentro. Por eso, para más de un lector este libro ha de ser un espectáculo punzante y delicado al presenciar cómo se reactualiza el miedo, cómo se encuentran la fascinación y el horror. En buena cuenta, ver de cerca cómo reflorece un misterio.
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