El flaco julio y el escribidor, del español Ángel Esteban es el libro que destaca esta semana la Biblioteca Mario Vargas Llosa de la Casa de la Literatura Peruana (Jr. Áncash 207, Centro Histórico de Lima).
Por Manuel Barrós Alcántara, Biblioteca Mario Vargas Llosa
Con motivo del “Día del bibliotecario”, la biblioteca Mario Vargas Llosa ha decidido reseñar un pasaje de El flaco julio y el escribidor. Julio Ramón Ribeyro y Mario Vargas Llosa cara a cara de Ángel Esteban, cuya edición peruana ha sido auspiciada por la Casa de la Literatura. Elegimos el tercer capítulo, “Libros que nos hacen libres”, que nos muestra la relación de ambos escritores con las bibliotecas.
Julio Ramón Ribeyro y Mario Vargas Llosa son los dos grandes referentes de la narrativa peruana contemporánea: fragmentario y fundamentalmente cuentista, uno; de novelas totales y aguerrido intelectual público, el otro. A lo largo de la segunda mitad del S. XX las letras latinoamericanas encontraron en estos dos escritores un naciente y paulatino muestrario de lo que, a escala universal, se hacía desde el Perú. Sobre Mario y Julio se ha escrito —y se seguirá escribiendo— mucho. Una extensa lista de tesis, ensayos, entrevistas, congresos y aniversarios literarios los han canonizado como los grandes narradores que son. Uno de los estudiosos de ambos escritores es Ángel Esteban. Con una semblanza a dos caras, Esteban reconstruye los principales hitos de sus trayectorias artísticas. A modo de biografía comparada, el autor nos muestra a distintos niveles los encuentros y desencuentros entre ambos escritores. Entre otros temas, el autor compara sus posiciones políticas, las incidencias y recursos narrativos, las evoluciones literarias, los temas que abordaron y los distintos grados de reconocimiento que los acompañaron a lo largo de tantos años de creación.
Pero sus afinidades y diferencias en torno a la literatura también se expresaron en algo tan personal como la relación con los libros, las bibliotecas y las distintas maneras que cada uno de ellos ha tenido de concebir el oficio de escritor y su relación con la lectura. Esta ha sido una de las dimensiones que, de modo comparado, poco se han explorado entre ambos escritores. De ahí que en el tercer capítulo de su estudio lo que Ángel Esteban hace es pensar la trayectoria e importancia que las bibliotecas han tenido para Ribeyro y Vargas Llosa. Además de construirse a sí mismos como lectores, la formación de los gustos, hábitos y costumbres en una biblioteca también nos sugieren espacios y agentes de socialización, puntos de encuentro y de formación que trascienden lo meramente artístico. Siendo la literatura el medio con el que se han forjado un camino propio, ¿qué nos pueden decir de Ribeyro y Vargas Llosa sus relaciones con las bibliotecas? ¿Cómo han sido lectores antes que escritores y cómo el hábito de los libros los ha acompañado a lo largo de sus trayectorias literarias?
De Ribeyro se sabe que la vocación literaria surgió en el entorno familiar. Como él mismo ha declarado, toda su infancia y hasta su juventud disfrutó del hábito compartido de oírle leer a su padre las más variadas obras literarias. Muerto cuando Julio tenía quince años, éste heredó su “excelente biblioteca”, tomando desde entonces las propias riendas de lo que habría de ser su camino como lector. Emergida de lo familiar, la relación que sostendría con las bibliotecas fue riesgosa y entregada, estoica y cansada como en cualquier texto suyo. “Podría escribirse la biografía del peruano alrededor de sus libros y sus bibliotecas, desde el entorno familiar de la infancia hasta el reducto de Barranco de sus último años, como un “recinto personal (…) depositario de los saberes antiguos, de la tradición amada”, afirma Esteban. A pesar de sus constantes mudanzas y precaria estabilidad económica en Europa, en las décadas de los cincuentas y sesentas, Ribeyro logró resguardar mal que bien su biblioteca personal. Como él mismo los describe: los libros son “mi pan, mi sombra, mi memoria”.
En esa misma línea, otro de los rasgos que mantuvo con el paso del tiempo fue su gran inquietud intelectual en la exploración de una biblioteca. Sea a través del alter ego o en la desnudez de la primera persona ha manifestado más de una vez cómo el mero hecho de aprender bordeaba la situación del fracaso. En aforismo o prosa Ribeyro había manifestado parte de ese interés a través de personajes diversos quienes, como su creador, bordeaban la situación del fracaso. Al igual que en ciertos pasajes de sus diarios o de sus cuentos —sobre todo en “Polvos del saber”— frente al paroxismo de leer Ribeyro se evidencia como el anhelante lector, falto de recursos —bien sea tiempo o dinero—, en una biblioteca atiborrada de desgano. Cual personaje de sí mismo, en el recinto que transita libro a libro, su propia biblioteca le genera un permanente descontento. No es el sinsabor de la ignorancia, sino el de la imposibilidad de llegar a conocer todo lo que su inquietud intelectual lo suscita a aprender: la fascinación del lector voraz abismado frente a todo lo que ha leído y, más aún, frente a todo lo que —bien lo sabe— no llegará a leer. La toma de conciencia de su propia ignorancia contrasta y lleva a tierra su avidez. Así, el Ribeyro que Ángel Esteban nos presenta puede ser visto a través de tres imágenes: la pequeñez como lector, la brevedad —una y otra vez rememorada— de su propia existencia y su estado más enjuto de lo habitual frente al sobrepeso de los libros. Pobre flaco.
Siempre matrimonial en los ámbitos más diversos de la literatura, Vargas Llosa siempre ha dicho ser un hombre “sin talento”; que su escritura proviene del oficio y el esfuerzo constante, al punto de la terquedad que todo aspirante a escritor debe tener. El compromiso, el oficio, la rigurosidad, el horario, la dedicación configuran la rutina de todos los días. Dicha “relación matrimonial” comenzó cuando Varguitas, recién casado y falto de dinero para llevar el estilo de vida acomodado que deseaba, trabajó como bibliotecario en el Club Nacional de Lima. Habiéndose casa con Julia Urquidis, “La tía Julia”, con diecinueve años, Vargas LLosa encontró en su maestro y amigo, Raúl Porras Barrenechea, otra oferta de trabajo. Por esos años, el recién casado tenía seis trabajos, siendo el de bibliotecario en el Club Nacional, recinto aristocrático ubicado en el Centro de Lima el más propicio a sus propios intereses. Las dos horas diarias que debía emplear en fichar y acomodar las adquisiciones eran aprovechadas en leer, escribir y estudiar, pues también cursaba Derecho y Letras en San Marcos. El hallazgo literario más importante que hizo en esa biblioteca fue la colección de literatura erótica Los maestros del amor dirigida por Apollinaire.
Pero la relación de Vargas Llosa con las bibliotecas trasciende este momentáneo oficio alimentario. En muchas oportunidades él ha declarado y escrito la importancia de las bibliotecas como espacio de creación personal. Pasajes de libros, artículos, conferencias o ensayos han germinado en ellas. El recuerdo de sus distintos viajes y parte importante de las impresiones de las ciudades que ha visitado están signados por el anecdotario que las bibliotecas le han brindado. Todo ello en torno a la investigación, el contraste de fuentes y la revisión pausada de sus materiales para los proyectos literarios autoimpuestos. El hábito comenzó en sus años universitarios en la biblioteca de su alma mater, la Universidad de San Marcos, en la vieja casona del Centro de Lima. La segunda fue la del Club Nacional. La tercera fue la estridente Biblioteca Nacional del Perú. Ya en Europa, recién llegado a Madrid, la Biblioteca Nacional, lugar en el que devoró libros de caballería. Sin esas jornadas de trabajo no podrían entenderse las páginas de agradecimiento y dedicación que le ha dado en su vida a la investigación histórica. Varios de sus principales obras provienen de dicho interés y trabajo sostenido. Dónde si no en las bibliotecas, Mario ha sido más escribidor que escritor.
Vargas Llosa también ha leído en las mejores bibliotecas del mundo y a lo largo de los años, las integró a su ritmo de trabajo. Por un tiempo, antes de que el Reading Room perteneciera al Museo Británico, Mario llegó a usarlo como espacio de lectura. En Madrid y París, Vargas Llosa mantiene el ritmo de la jornada entre su biblioteca personal y las nacionales próximas a su domicilio en cada ciudad. Aunque en Lima sólo trabaja en su espacio personal, en todas mantiene un servicio computarizado con una base de datos propia que le permite hallar rápidamente cualquier volumen procurado. También tuvo que contratar un personal técnico que sistematizó los libros de su colección personal distribuida en sus distintas bibliotecas: para satisfacer sus necesidades de información, el divertimento de la relectura, el pasaje de la memoria hacia un libro que resume el tránsito personal hacia sus propias obras. El libro infinito que su maestro Borges imaginaba lo condujo a él al propio hallazgo de los suyos, entre el hábito de leer y la búsqueda de su lugar en la literatura. “Aprender a leer es lo mejor que me ha pasado en la vida”, ha dicho muchas veces. No ha de extrañarnos: crear ha sido también su principal camino de libertad.
Estas son las principales imágenes que Esteban nos presenta de Julio y Mario y con ellas nos dice mucho más que la simple relación de estos dos escritores con las bibliotecas. Nos sugiere la propia vitalidad de los libros: grados de obsesión e importancia, formación de intereses y formas vitales de encuentro. Las bibliotecas, esos lugares de aprendizaje y (de)formación, son mucho más que una serie de espacios para la reflexión, el trabajo o el recogimiento personal. La biblioteca también puede ser vista como un diorama de lo público y lo privado, pues todo escritor es, ante todo, un lector traslúcido frente a sus propios libros. Una biblioteca forma parte de la historia cultural de una nación. Y si hablamos de los dos narradores más importantes de la segunda mitad del S. XX peruano, ello nos suscita a repensar el oficio de escritor como un creador público. Así, siendo la biblioteca una experiencia tan personal es, a la vez, una peculiar síntesis de una experiencia colectiva. De ahí que la cultura y las formas sociales de vida a las que refiere e implica nos deja otras preguntas que trascienden lo estéticamente literario: ¿cómo se formaba un lector de mediados del S. XX? ¿De qué recursos bibliográficos, traducciones, ediciones disponía para formarse en el campo de su interés? ¿Cuánto de una biblioteca nos dice de ciertos hitos editoriales, difusiones de lectura, patrones de consumo, preferencias y omisiones, alcances y limitaciones culturales? Pero esos no son temas que desarrolle Esteban. Comprenden un trabajo a futuro que recae, nuevamente, en el oficio de los libros. En toda biblioteca yace parte de la memoria colectiva. Y ella se remienda en todo lector apasionado.