Conmemoramos el aniversario número 486 de la fundación de la ciudad de Lima y con este motivo, presentamos una selección de fragmentos de cuentos, novelas y memorias de autores de diversas generaciones cuya obra está ambientada en la capital.
“Toda ciudad es un destino porque es, en principio, una utopía, y Lima no escapa a la regla”.
Sebastián Salazar Bondy. Lima la horrible, 1964.
Selección hecha por Ricardo Flores Sarmiento
Lima ha sido escenario de diversas obras de autores nacionales, quienes han considerado a la capital para ambientar sus historias. Una muestra de ello es la presente selección, donde hay autores desde el siglo XIX como Flora Tristán, quien en el fragmento de “Mi partida de Arequipa” narra su entrada a la capital peruana y muestra su asombro por lo que presencia.
A mediados del siglo XX, se publica Lima, hora cero, de Enrique Congrains, cuyo fragmento que presentamos abajo dialoga con el seleccionado de la novela Yawar fiesta, de José María Arguedas, quien nació precisamente un 18 de enero de 1911. En ambos se presenta una urbe que va creciendo y va cambiando.
Hay autores que abordan a la ciudad desde distintas miradas como es el caso de Oswaldo Reynoso, Mario Vargas Llosa, Alfredo Bryce Echenique o Julio Ramón Ribeyro, de quien presentamos, además, un fragmento de su novela Cambio de Guardia y el inicio del cuento “Los gallinazos sin plumas”, donde describe el amanecer de la ciudad.
A las seis de la mañana la ciudad se levanta de puntillas y comienza a dar sus primeros pasos. Una fina niebla disuelve el perfil de los objetos y crea como una atmósfera encantada. Las personas que recorren la ciudad a esta hora parece que están hechas de otra sustancia, que pertenecen a un orden de vida fantasmal. Las beatas se arrastran penosamente hasta desaparecer en los pórticos de las iglesias. Los noctámbulos, macerados por la noche, regresan a sus casas envueltos en sus bufandas y en su melancolía. Los basureros inician por la avenida Pardo su paseo siniestro, armados de escobas y de carretas. A esta hora se ve también obreros caminando hacia el tranvía, policías bostezando contra los árboles, canillitas morados de frío, sirvientas sacando los cubos de basura. A esta hora, por último, como a una especie de misteriosa consigna, aparecen los gallinazos sin plumas.
Los gallinazos sin plumas. Círculo de Novelistas Peruanos, 1955.
En la selección también hay escritores contemporáneos como Pilar Dughi, quien en la novela Puñales escondidos describe los cambios en el distrito de Miraflores; así también Augusto Higa presenta un pequeño fragmento de la ciudad a través de los ojos de un hijo de inmigrantes japoneses en La iluminación de Katzuo Nakamatsu. Finalmente, compartimos un fragmento de la autobiografía de Magda Portal, donde ella evoca un recuerdo del distrito de Barranco y del mar, elemento que está presente en su poesía.
Varios de los fragmentos seleccionados fueron tomados del Mapa Literario de Lima, por lo que los invitamos a que lo descarguen gratuitamente (en este enlace), y así también puedan conocer más de la ciudad y su cartografía literaria.
A continuación compartimos diez fragmentos obras peruanas que trascurren en Lima
A media legua de la ciudad, el camino, bordeado por grandes árboles, forma una avenida cuyo efecto es en verdad majestuoso. A los lados se paseaba un buen número de peatones y muchos jóvenes a caballo pasaron también cerca del coche. Esta avenida era, según supe después, uno de los paseos de los limeños. Entre los paseantes había muchas mujeres con saya, este vestido me pareció tan extraño que cautivó mi atención. La ciudad estaba cercada y al extremo de la avenida llegamos a una de las puertas. Sus dos pilastras eran de ladrillo y el frontispicio que lucía los escudos de España había sido mutilado. Unos empleados visitaron el coche, como se practica a la entrada de París. Atravesamos luego una gran parte de la ciudad cuyas calles me parecieron espaciosas y las casas muy diferentes a las de Arequipa. Lima, tan grandiosa vista desde lejos, cuando se entra en ella no mantiene sus promesas, ni responde a la imagen que uno se había forjado. Las fachadas de las casas son mezquinas, sus ventanas sin vidrios y las barras de hierro con que están enrejadas recuerdan las ideas de desconfianza y de opresión. Al mismo tiempo se entristece uno por el poco movimiento que hay en todas aquellas calles.
Flora Tristán. “Mi partida de Arequipa”, en Peregrinaciones de una paria, 1838.
El sol ilumina la Plaza de Armas de La Victoria y nos estamos agrupando en torno a la estatua de Manco Cápac. En este momento están llegando los de Mendocita, más allá viene la gente de Piñonate y…
¡Baja, Hermano Manco Cápac, rompe tu costra de metal y únete a nosotros que somos hijos de tus hijos, que somos sangre de tu sangre; baja Padre Eterno y condúcenos al triunfo, así como condujiste, hace ya siglos, a otros hombres iguales a nosotros!
Enrique Congrains. Lima, hora cero. Círculo de Novelistas Peruanos, 1954.
Dos mil lucaninos vivían en Lima. Más de quinientos eran de Puquio, Capital de la Provincia. Los lucaninos llegaron a Lima, cuando en todas las provincias cundió, casi de repente, como una fiebre, el ansia de conocer la Capital. ¡Llegar a Lima, ver, aunque fuera por un día, el Palacio, las tiendas de comercio, los autos que se lanzaban por las calles, los tranvías que hacían temblar el suelo, y después regresar!
José María Arguedas. Yawar fiesta. Librería Editorial Juan Mejía Baca, 1958.
Medio día. Plaza San Martín: bocinas, pitos, últimoras, tranvías bulliciosos. El cielo, pesado y ardiente, sofoca. La sangre arde. Cara de Angel: tendido en el pasto.
“Y si la plaza fuera un cementerio: cementerio ardiente, sin flores, con muertos enterrados verticalmente. Entonces, vendría el viento marino del Callao y dejaría a ras del suelo cráneos podridos; y los muertos en invierno se juntarían, para no sentir frío; y en verano se echarían en el pasto, para que el sol caliente; y los autos tendrían miedo de atropellarlos; y el patrullero, de en cuando, les traería comida y emoliente; en las noches brillarían con los avisos luminosos: mar con botes de colores…”
Oswaldo Reynoso. Los inocentes. Relatos de collera. Ediciones de la Rama Florida, 1961.
Oscurecía cada vez más, y las luces de neón empezaban a brillar en los avisos luminosos. Quería llegar hasta la Plaza San Martín, para dar media vuelta y caminar hasta la Plaza de Armas. Se detuvo a la altura de las Galerías Boza, y miró hacia su reloj: “Las siete de la noche”. Continuó hasta llegar a la Plaza San Martín, y allí sintió repugnancia al ver que un grupo de hombres miraba groseramente a una mujer, y luego se reían a carcajadas. Los colectivos y los ómnibus llegaban repletos de gente. “Las tiendas permanecerán abiertas hasta las nueve de la noche”, pensó. “La Plaza de Armas”. Dio media vuelta, y se echó a andar. Una extraña e impresionante palidez en el rostro de la gente era efecto de los avisos luminosos. “Una tristeza eléctrica”, pensaba Manolo, tratando de definir el sentimiento que se había apoderado de él.
Alfredo Bryce Echenique. “Las notas que duermen en las cuerdas” de Huerto cerrado. Casa de las Américas, 1968.
Desde la puerta de La Crónica Santiago mira la avenida Tacna, sin amor: automóviles, edificios desiguales y descoloridos, esqueletos de avisos luminosos flotando en la neblina, el mediodía gris. ¿En qué momento se había jodido el Perú? Los canillitas merodean entre los vehículos detenidos por el semáforo de Wilson voceando los diarios de la tarde y él echa a andar, despacio, hacia la Colmena. Las manos en los bolsillos, cabizbajo, va escoltado por transeúntes que avanzan, también, hacia la Plaza San Martín. Él era como el Perú, Zavalita, se había jodido en algún momento. Piensa: ¿en cuál?
Mario Vargas Llosa. Conversación en La Catedral. Seix Barral, 1969.
“¿Está seguro que es en el Crillón?”. “Tal vez en el Bolívar”, responde Carellanta. “Mejor es que se asegure”, agrega el portero, sin dejar de examinarlo. Carellanta sabe que sus zapatos están bien lustrados, que está bien vestido, hasta con corbata, pero a pesar de ello se da cuenta que es objeto de una sutilísima discriminación. No se está impunemente cinco años en la cárcel. Se da media vuelta entonces y sale a la calle.
Julio Ramón Ribeyro. Cambio de Guardia. Editorial Milla Batres, 1976.
Luego se encaminó hacia los estantes de abarrotes y comida, preguntándose qué era lo que hacía que unos negocios tuvieran suerte y otros no. Porque ella los había visto aparecer y multiplicarse, transformando a las avenidas Pardo y Comandante Espinar en calles comerciales, que continuaban hasta el parque Borgoño, cerca al mar. Miraflores ya no era esa pequeña ciudad tranquila de amplias residencias y grandes parques, donde la gente se paseaba por las tardes rodeando los malecones sobre los acantilados. En las calles antiguamente silenciosas ahora se producían embotellamientos de vehículos, porque las estrechas pistas ya no se abastecían para el flujo de la población. Mientras la ciudad cambiaba, ella había permanecido en el banco…
Pilar Dughi. Puñales escondidos. Banco Central de Reserva, 1998. Cocodrilo Ediciones, 2017.
Al llegar a Huánuco, rondaban los malandrines, no obstante trepó el microbús, y sin pesadumbre, sorteando baches y arterias derrengadas, enrumbaron hacia Grau. El sol tibio calentaba las calles, surgían los mercadillos de cachineros, las marañas de los cables de luz, en el momento que Katzuo se vio a sí mismo pensando en Keiko, su esposa muerta veinticinco años atrás. La recordó en la fosforescencia de Albaquitas y Capón en el Mercado Central, de la mano de las hermanas Gushiken con quienes trabajaba en una locería de japoneses.
Augusto Higa Oshiro. La iluminación de Katsuo Nakamatsu. Editorial San Marcos, 2008.
De Barranco tengo apenas recuerdo, y el primero de todos, la visión fulgurante del mar, cuando apenas había alcanzado los dos años. A los 3 años nos cambiamos a una casa situada en las afueras del Callao, cercana a Bellavista, en la última cuadra de la calle Colón. Esa casa guarda muchos recuerdos de mi infancia. Allí murió mi padre cuando yo acababa de cumplir 5 años.
Magda Portal. La vida que yo viví… Autobiografía de Magda Portal. Casa de la Literatura, 2017.