El jueves 26 de abril el escritor ancashino Óscar Colchado Lucio recibió el Premio Casa de la Literatura 2018. A continuación compartimos el discurso que leyó durante la entrega del galardón.
Por Óscar Colchado Lucio
Esta noche quiero rendir homenaje a quien mi olvido lo ha relegado casi siempre. De él he hablado muy poco, casi nada en las entrevistas o en los testimonios que he dado, aunque le he dedicado sí uno o dos libros juveniles.
Fue la persona que me abrió las puertas de Lima cuando yo era un joven que ebrio de literatura buscaba un mentor, un maestro que me orientara en ese mar de confusiones en que me hallaba.
Ese gran maestro, admirador de Chejov y Vallejo fue don Francisco Izquierdo Ríos, nacido en Saposoa, San Martín, allá por 1910, y quien al inicio de sus libros solía escribir su credo literario: “Escribir de modo natural y sencillo como crece la hierba y que por entre lo escrito se vea la luz de la vida”
Antes de conocerlo yo me había devorado algunos libros suyos, como Gregorillo y Cinco poetas y un novelista. Su estilo conciso y, al mismo tiempo, coloquial siempre me sedujeron, además de sus temas de Ande y selva.
Recuerdo aún la primera vez que lo vi. Cuando toqué el timbre de su casa, apareció en el balcón un hombre grueso, de aspecto rudo, que con una voz estentórea al verme gritó: “¡A quién busca!”. Me estremecí y un poco balbuceando le dije mi nombre y le recordé que días antes le había pedido una cita por teléfono. Cambió de aspecto. Bajó él mismo a abrirme y yo diría que hasta eufórico llamó a su esposa para presentarme, diciéndole: “Es un joven escritor que viene desde Chimbote a visitarnos”. Le pidió que preparara un lonchecito para invitarme. Mientras tanto, me llevó a conocer su amplio jardín, donde tenía muestras de diferentes plantas de la selva. Mientras nos desplazábamos de un lado a otro iba explicándome una a una las propiedades de cada una de ellas. Yo me sentía apabullado por tantas atenciones.
Luego del té, me invitó a pasar a su estudio en la segunda planta. Quedé asombrado con la enorme cantidad de libros que desbordaban sus estantes y que iban de la pared hasta el techo.
Allí conversamos un poco. Me contó de Ciro Alegría, su gran amigo; de algunas diferencias con Arguedas y su rechazo a Vargas Llosa, por su excesivo tecnicismo. Al final, me obsequió varios libros firmados, entre ellos el que sería un gran referente para mí: Mitos, leyendas y cuentos peruanos que con José María Arguedas habían publicado. Por mi parte, le dejé a leer mis primeros cuentos, y nos despedimos. Tiempo después, le llevé el manuscrito de mi primera novela La tarde de toros. Recuerdo aún sus alentadoras palabras cuando al devolverme mi original, luego de su lectura y algunas observaciones anotadas al margen, me dijo: “Muy bien, Colchado, tu escribes con la fuerza y el aliento de tu tierra. Tienes grandes condiciones. Sigue escribiendo”.
Después, lo vi unas pocas veces en el Instituto Nacional de Cultura donde trabajaba, y me obsequió varios libros editados por él como jefe de publicaciones que era. Y sé que cuando fue a Chimbote a dar una conferencia en el sindicato de trabajadores de la industria siderúrgica había preguntado a algunas personas por mí. Pero yo no me hallaba en la ciudad en ese entonces. Estaba remontado por los Andes trabajando de profesor en un pequeño pueblo de la Cordillera Negra.
A inicios de los ochenta lo encontré por última vez en una calle de Lima. Estaba demacrado, enfermo. Conversamos un rato hasta que alguien interfirió y nos despedimos. Y ya no volvimos a vernos más, porque solo uno año más tarde me enteré en Chimbote que había fallecido.
Izquierdo Ríos me dio acceso a ese mundo olvidado y marginal en la literatura que eran los Andes y la selva, porque fue en esas regiones donde él pasó etapas difíciles de su vida en su humilde condición de maestro de escuela.
Además de Francisco Izquierdo Ríos, otros referentes valiosos para mí en la literatura peruana serían después Ciro Alegría y José María Arguedas. También en alguna medida C.E Zavaleta y Eleodoro Vargas Vicuña. Y más tarde en nuestra América, Juan Rulfo, Augusto Roa Bastos, Miguel Ángel Asturias, Joao Guimaraes Rosa, Alejo Carpentier y otros escritores en cuyas obras se percibe el aroma inconfundible de nuestra América.
Y a todo esto, ¿cómo empieza esta aventura de ser escritor?
Para mí empieza cuando niño aún, a la muerte de mi padre abandonamos con mamá el pequeño pueblo de mi infancia, Huayllabamba, allá en el Callejón de Conchucos, al otro lado de la Cordillera Blanca, en las cercanías del río Marañón, para dirigirnos a la costa, al puerto de Chimbote, que lo habíamos abandonado temporalmente por qué mi padre se empecinó en volver a los Andes donde pensó que los aires de su tierra le devolverían la salud desmejorada.
Y ocurrió lo contrario: murió.
De modo que mi madre y yo volvíamos cargados de ese triste recuerdo.
Pero yo en ese quipe de emociones cargaba también otros recuerdos que serían el tesoro del que echaría mano siempre para enfrentar la vida. Y eran los cuentos y leyendas oídas repetidas veces a las gentes del pueblo con su habla peculiar, un español quechizado. Y traía además conmigo el dulce canto de las torcazas posadas en los maizales de junio, el discurrir de los arroyos bajando al río sembrador de vida. Y cómo olvidar las lluvias torrenciales, las mangadas de las noches de invierno. El olor de los habales ondeando al viento. Las faenas agrícolas llenas de fiesta y alegría…
Todo eso no se quedaba atrás. Se iban conmigo en la mente y el corazón.
Con ese material tejí mis historias. Historias siempre ligadas al mito, a lo real maravilloso que es como diría Borges “mi marca registrada”. Sí, el mito, siempre el mito cuya latencia se acrecentó quizás más con aquello que dijo Ciro Alegría en el primer Encuentro de Narradores Peruanos llevado a cabo el año de 1965, en Arequipa, que a los latinoamericanos nos diferenciaría de las técnicas literarias occidentales si recurrimos a la técnica del mito, y es esto lo que justamente creo haría unos años después José María Arguedas en El zorro de arriba y el zorro de abajo, incorporando en su escritura técnicas de la narrativa oral.
Ahora tenía que investigar, lo que conocía era insuficiente. Fue así como me interné en la comprensión de la cosmovisión andina y descubrí que la clave de todo ello estaba en el dios de Chavín representado en la figura del Lanzón monolítico y en la estela Raymondi.
Allí estaba tallado en piedra Wiracocha, el dios del universo andino en su figura antropomórfica de puma, serpiente y cóndor. El primero representando al mundo de acá (kay pacha), el segundo al mundo de abajo (ukhu pacha) y el último al mundo de arriba (janaq pacha).
Este conocimiento me permitió escribir mis libros Cordillera Negra y Rosa Cuchillo. Y para niños creé el personaje Cholito que se mueve también en esos tres mundos o pachas y muestra a los seres mágicos de la mitología andina.
Pero también he hurgado en la mitología de la costa y de la selva.
Mi objetivo es desarrollar la mitología peruana a niveles que vayan más allá que la simple recopilación de mitos y leyendas. Un trabajo que no debo hacerlo solo, sino con el concurso de escritores y artistas apasionados en rescatar nuestra cultura ancestral y la tradición oral de hoy.
Así trabajó Homero en La Ilíada y La Odisea, así trabajó Virgilio en La Eneida, Luciano de Samósota en el Diálogo de los muertos; así lo hicieron también Torcuato Tasso en la Jerusalén libertada y Tolkien en El señor de los anillos, entre otros.
Como diría Arguedas, la modernidad no mató lo mágico que hay en mí.
Se trata, pues, de universalizar nuestra literatura ancestral que viéndolo bien es más frondosa que la literatura oral griega. Tenemos personajes mitológicos en las tres regiones naturales del país. Mencionemos algunos como ejemplo: En la costa: el dios Kon, el que la convirtió en arenales en castigo a la ingratitud de los hombres a quienes les había dado una costa floreciente. El dios Vichama, de Végueta, cerca de Huacho, quien desafió a Pachacámac por haberle dado este muerte a su madre. Ai Apaec el dios degollador de los moches, entre otros.
En la sierra, podemos mencionar seres mitológicos tenebrosos como el Waracuy que es el que preside los huaycos, el Amaru que graniza sobre los sembríos perjudicándolos, el Pishtaco que saca grasa humana, etc. En la selva ya ni mencionarlos por su abundancia: cada etnia tiene su propia cosmovisión.
Si la literatura griega persiste hasta hoy, tan fresca y actual, El Ramayama de los hindúes o los nibelungos de la mitología nórdica, del mismo modo, ¿por qué no nuestra literatura oral ancestral que ha resistido en el tiempo, a pesar de que los extirpadores de idolatrías de la colonia pretendieron borrarla? ¿por qué no ha de expandirse para gozo y deleite de los lectores del mundo? Así como nuestra gastronomía, nuestro cine, nuestra música de sonidos andinos van ganando espacios cada vez más en el mundo moderno, ¿por qué no nuestra mitología?
Lo único que nos falta para ser ciudadanos del mundo, aunque parezca paradójico, es conservando nuestra marca de identidad, para lo cual los escritores y artistas debemos tomar conciencia y actuar, viajando por nuestro país, nutriéndonos del alma popular, sensibilizándonos con sus padecimientos, sus necesidades e inquietudes y contagiándoles nuestra propuesta de desarrollar su arte y su cultura.